viernes, 1 de diciembre de 2017

Hace un buen rato que ninguno de nosotros cumple con el autoimpuesto compromiso (tal vez un poco menos que esto), de escribir unas líneas para este dignísimo grupo (¿conjunto, agrupación, congregación, corro, peña, reunión, clan, camarilla?), pero es que entre la falta de tiempo, los compromisos y la pereza...

En fin, y por otro lado, releyendo las “Patentes de Corso” de Don Arturo Pérez-Reverte, a quien considero lo mejor de la lengua castellana de estos tiempos (y de otros), me he encontrado con esta columna, a la que si cambiamos “España” por “Paraguay”, nos pinta de cuerpo entero.

Además él lo dice mejor y mucho más simpático (y si lo imaginamos “en gallego“, mucho más).

Un cura, un guardia, unos ministros

En un solo día he vivido tres situaciones aparentemente inconexas entre sí, pero cuya consideración hace pensar que tal vez no lo sean tanto. Me refiero a lo de inconexas. Una de ellas se produjo en misa, pero tranquilícense: no es que me haya caído del caballo y visto la luz. Al menos, de momento. Se trata de la misa que, en el convento de las Trinitarias de Madrid, la Real Academia Española celebra cada año, por tradición secular, en memoria del buen don Miguel de Cervantes y los académicos fallecidos ese año. Tocaba éste, con mucha tristeza por nuestra parte, recordar a Antonio Mingote y a José Luis Sampedro, y allí fuimos los compañeros, conscientes de las paradojas de la vida: una misa por el bondadoso y escéptico Mingote y, caso todavía más insólito, por el republicanísimo y ateo Sampedro.

Pero la vida tiene esas piruetas y algunas otras. Una, por ejemplo, fue el Evangelio leído por un sacerdote durante el oficio, en una versión puesta al día que nos hizo mirarnos unos a otros con estupor. Se trataba de la parábola de los siervos y las minas, o talentos; y el páter, en un patético intento por actualizar la cosa, y sin reparar mucho en la resabiada audiencia que ese día tenía en plan feligrés, no habló de talentos o minas —el evangelista Lucas utiliza el término griego mina, cien dracmas áticas o denarios, que no era mucho dinero— sino de millones, nada menos. El señor repartió a sus siervos tantos millones, dijo. O leyó. «Muy oportuno y actual», se choteó por lo bajini Luis Mateo Díez, que estaba cerca de mí. «Y luego se extrañan de perder clientela», apuntó con frialdad científica José Manuel Sánchez Ron.

La otra situación se dio más tarde, en los complicados semáforos de la plaza de Colón; cuando, en un momento de confuso tráfico y embotellamiento, pasé deliberadamente un semáforo en rojo, despacio, para facilitar el paso a los que venían detrás y situarme en el semáforo siguiente, tres metros más allá y a la izquierda. La maniobra fue advertida por un policía municipal que, exasperado, intentaba organizar lo imposible. Yo llevaba la ventanilla abierta, así que cuando pasé a su lado pude escuchar con toda claridad su «¿Qué pasa? ¿No has visto el semáforo, o qué?», dicho con unos malos modos y un desabrimiento inadmisibles en agentes de la autoridad municipal; quienes, hasta para multar por la más descarada infracción, deberían dirigirse siempre a cualquier ciudadano tocándose la visera, con el debido respeto y con personal decoro. Añado a esto que el agente de mi semáforo, sin duda porque estaba pasando mal rato con el tráfico, llevaba la ropa en desorden, el cuello despechugado, la gorra echada para atrás y necesitaba un afeitado urgente. Así que, decidido a pagar las multas que hicieran falta, pero no a tolerar groserías, detuve el coche y respondí: «Tiene usted razón, pero ¿por qué me tutea?». Pasó al usted en el acto, tuvo los reflejos de responder: «No oigo lo que me dice, señor», y me ordenó que siguiera adelante y no me quedara allí.

Por la noche, al llegar a casa, puse un rato la tele y me vi frente a la tercera situación: un par de ministros retorciendo de manera abyecta la lengua española, de la que parecían ignorar los más elementales recursos —ministros del Gobierno de España, insisto—, para enumerar, sin que se les notara mucho lo siniestro, nuevos expolios, exacciones y vilezas. Para justificar una vez más su incompetencia, sus medias verdades, sus promesas incumplidas, los embustes encadenados con que disimulan su parálisis unos gobernantes enrocados en los privilegios de su puerca casta, sin el menor ánimo de renovación o cambio real; una dictadura fiscal gobernada por una pantalla de plasma, cuya única baza para mantenerse en el poder es la que le regala, sin mérito y por la cara, la inexistencia de una oposición eficaz o al menos respetable; la mediocre estupidez de una clase política que en su mayor parte, sin distinción de siglas, es egoísta, inculta, grosera. Pero ojo. Todo eso lo es en sintonía con el ambiente general de esta España en la que trincan y medran. Con lo que pide la peña en este lugar indecoroso donde los policías tutean en los semáforos, los políticos ignoran la sintaxis, y los curas torpes, olvidando que sin distancia no hay mito que sobreviva, convierten los talentos en millones y las arcas de la parábola en bancos con cajero automático.

Y en manos de unos y otros, en este infame compadreo que no pretende igualdad de oportunidades para que todos lleguen a donde merezcan llegar, sino rebajarlo todo al triste nivel de los más zafios y tarugos, nos vamos despacio, inexorablemente, a la mismísima mierda.
Arturo Pérez-Reverte. 26 de mayo de 2013.

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